viernes, 23 de agosto de 2013

España 1975. El final del Generalísimo


El 20 de noviembre de 1975, fecha que curiosamente coincidió con el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera, murió el General Francisco Franco.
 Mientras miles de españoles desfilaron ante su féretro, otros no ocultaron su alivio por el fin de la larga dictadura de casi cuarenta años. Dos días después, Juan Carlos de Borbón juró como rey, iniciando la larga transición hacia la democracia.
La confluencia en la década de 1970 de factores negativos para el régimen de muy variopinta procedencia (crisis energética, huelgas y oposición antifranquista, terrorismo, problemas saharianos), acabó por descomponer un orden obsesionado con su permanencia. La larga agonía del general Franco, simbolizó el agotamiento del sistema, pese a que pocos podían prever que habría una transición hacia la democracia.
 
 La izquierda española se encontraba dividida entre sectores radicales que utilizaban prácticas terroristas (ETA), y sectores más moderados que intentaban una salida más progresiva y amplia hacia la democracia. En la derecha, en tanto, el temor de lo que ocurriría cuando Franco muriese afectó a los diferentes sectores de las fuerzas del régimen de manera distinta. Los grupos falangistas -atrincherados en la burocracia estatal y sindical, la Policía y la Guardia Civil- beneficiados y enriquecidos con el régimen estaban dispuestos a defender hasta las últimas consecuencias la dictadura, mientras un sector aperturista, constataba que los notables cambios sociales y económicos de los diez años anteriores habían convertido las estructuras políticas del franquismo en algo totalmente anticuado, y querían liberalizar lo suficiente para permitir que el régimen sobreviviera. Los aperturistas deseaban adaptar las formas políticas del régimen a uno de los aspectos, al menos, de la cambiante realidad española, es decir, el surgimiento de un capitalismo a gran escala, tanto nacional como multinacional, fuerza económica dominante del momento.
El retorno de la monarquía española -prometida por Franco- fue consecuencia de un proceso que se inició el 12 de octubre de 1975, con los primeros rumores sobre la salud de Franco. Las informaciones oficiales eran incompletas y tardías, pero de todas formas permitieron saber que la gripe que padecía se había complicado con alteraciones cardíacas. Esto no doblegó al dictador que, a pesar de su estado, decidió continuar presidiendo el Consejo de Ministros, conectado a un monitor que registraba su situación cardiovascular. Su estado se complicó con un edema pulmonar y hemorragias digestivas que obligaron a practicarle una operación, de vida o muerte. Ante la gravedad de la situación se pusieron en marcha los mecanismos sucesorios, que debieron vencer la oposición de quienes se negaban a que Franco, incluso moribundo, cediera sus poderes al príncipe de España. Franco pasaría por dos operaciones más, además de un proceso de hipotermia para alargarle artificialmente la vida. Finalmente, la muerte llegó el 20 de noviembre, luego de cerca de 40 años de ostentar el más absoluto de los poderes.
Muerto Franco y ante la sorpresa internacional, España experimentó el tránsito, atípico en la forma y en el fondo, de un régimen autoritario a una monarquía democrática desde la legalidad corporativa franquista. Autodisueltas las viejas Cortes y encauzada por el monarca la nueva situación, comenzó un largo y complejo periodo de transición política, donde se conjugaron circunstancias favorables ni siquiera barajadas por sus protagonistas. Esta combinación de preparación y suerte, maquinación y casualidad permitió, precisamente desde el respeto a la legalidad, romper la legitimidad anterior y sacar adelante el complicado reajuste político.

El nombramiento del príncipe Juan Carlos como rey, fue recibido con satisfacción en los círculos franquistas, que veían que de este modo se habían tomado finalmente las medidas definitivas para garantizar la continuidad del régimen. Los monárquicos liberales que apoyaban a don Juan y propugnaban una política de evolución desde dentro, se sintieron decepcionados al ver desvanecerse sus esperanzas y algunos de ellos comenzaron a aproximarse a la oposición democrática. También los falangistas se sintieron decepcionados, aunque se consolaron pensando que la supervivencia del franquismo sin Franco facilitaría su propia supervivencia. Ni ellos ni los enemigos del régimen podían prever el papel que jugaría Juan Carlos en la transición a la democracia en 1976 y 1977.
La vía elegida para tal fin fue la reforma, en lugar de otras más radicales, máxime al constatar la tupida red de intereses ligados al pasado régimen y los esfuerzos necesarios para materializar sin violencias la alentadora promesa de Juan Carlos I de ser "rey de todos los españoles". En el verano de 1976, la designación de Adolfo Suárez como presidente del gobierno en sustitución de Carlos Arias Navarro, facilitó la puesta en marcha de un proyecto pactado de reforma política que, en un año y con la estimable ayuda de Torcuato Fernández-Miranda (político y jurista que participó en el gobierno de Franco), desembocará en elecciones generales, una práctica olvidada en este país desde la etapa republicana.
El texto constitucional promulgado en diciembre de 1978, fruto del consenso de la pluralidad de fuerzas políticas, define a España como un Estado de derecho, democrático y social. A este tercer intento democratizador contemporáneo no le faltaron problemas: los sectores reacios al cambio se escandalizaron con "provocaciones" como la legalización del Partido Comunista, la reforma autonómica, la conflictividad social, la laicización y la crisis económica. El intento golpista del 23 de febrero de 1981 así lo demuestra, al igual que la inutilidad jurídica de pretender justificar actos como éste apelando al "estado de necesidad".
La victoria socialista obtenida en las elecciones de 1982 por mayoría absoluta, con un programa capaz de atraer a diez millones de votantes, simbolizó la reconciliación nacional y la normalización de la vida pública.
El liderazgo ejercido por Felipe González, presidente del gobierno y secretario general del PSOE (Partido Socialista Obrero Español) por espacio de trece años, se correspondió con una declarada vocación europeísta y un empeño modernizador difícil de negar. Sin embargo, la escalada de la corrupción, el incremento del desempleo, los titubeos en la redistribución de recursos y la crisis ideológica que atenaza al pensamiento occidental en estos últimos años han defraudado muchas esperanzas.
En las elecciones generales de marzo de 1996, el Partido Popular se hizo con las riendas del gobierno por un estrecho margen de votos, lo que le condujo a pactar con los nacionalistas vascos y catalanes. Esto entraña una seria dificultad para el Partido Popular a la hora de llevar a la práctica el programa de gobierno propuesto durante la campaña electoral. La alternancia democrática está garantizada, pero los retos que tiene por delante el gobierno de José María Aznar, en especial el cumplimiento de los acuerdos de Maastricht (Tratado de la Unión Europea) y la convergencia con Europa, exigen más que buenas intenciones. Para lograrlo, el Partido Popular ha adoptado unas medidas de austeridad y recorte presupuestario dentro del marco de una importante reforma económica y laboral, para tratar también así de solventar el problema del desempleo, llegando a un acuerdo con los agentes sociales (empresarios y sindicatos). Al mismo tiempo, el gobierno de Aznar debe hacer frente a la violencia de ETA y de los miembros de Jarrai (grupo juvenil de Herri Batasuna, considerada la rama política de ETA), así como al esclarecimiento de los atentados perpetrados por el Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) llevados a cabo contra militantes de ETA entre 1983 y 1987.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si te gusta el fútbol, entrá aquí: