DE
LAS DINASTÍAS A LA
REPÚBLICA CHINA
De
acuerdo con la tradición, el pueblo chino se originó en el valle del Huang He o
río Amarillo. Las leyendas hablan de un creador, P’an Ku, al que sucedieron una
serie de soberanos celestiales, terrestres y humanos.
Pese
a que las pruebas arqueológicas son escasas, se han encontrado restos humanos
que datan de hace 460.000 años; el cultivo de arroz se inició en la China
oriental aproximadamente en el 5500 a.C.; y los restos arqueológicos que
demuestren la existencia de vida política datan del año 1766 a.C.
La
tradición dice que los Xia (1994-1766 a.C.) fueron la primera dinastía
china hereditaria, que sólo desapareció cuando fue expulsado su último
gobernante debido al poder tiránico que ejerció sobre su pueblo. Sin embargo,
no hay restos arqueológicos que confirmen esta historia; la primera dinastía de
la cual hay evidencias históricas es la Shang.
Desde
estas primitivas épocas, las dinastías hereditarias fueron el sistema de
gobierno impuesto en China, que generalmente caían y eran sustituídas por
otras. Estas dinastías llevaron una política de expansión territorial mediante
un sistema de vasallaje y el fortalecimiento de una clase guerrera.
Durante
la dinastía Zhou
(1122-256 a.C.),
nacen las grandes escuelas filosóficas chinas. Confucio creía que los sabios
gobernantes de ese periodo habían trabajado para crear una sociedad ideal, por
lo que intentó crear una clase de caballeros virtuosos y cultivados que
pudieran desempeñar los altos cargos del gobierno y guiar al pueblo a través de
su ejemplo personal.
Las
doctrinas del taoísmo, de Laozi y Zhuangzi -la segunda gran escuela filosófica
existente durante este periodo- desdeñaban el sistema estructurado que
preconizaban los confucianos para el cultivo de la virtud humana y el
establecimiento del orden social. Abogaban por un retorno a las comunidades
agrícolas primitivas, en las cuales la vida podía seguir un curso más natural.
Una
tercera escuela de pensamiento fue el legalismo. Razonando que los grandes
desórdenes del momento exigían nuevas y
drásticas medidas, los legalistas abogaban por el establecimiento de un orden
social basado en leyes estrictas e impersonales, que rigieran cada aspecto de
la actividad humana. Para reforzar este sistema propugnaban el establecimiento
de un Estado rico y poderoso, en el cual el soberano tendría una autoridad
incontestable. Los legalistas instaban a la socialización del capital, el
establecimiento del monopolio gubernamental y otras medidas económicas
designadas para enriquecer al Estado, reforzar su poder militar y centralizar
el control administrativo.
El
reino de Qin (siglo IV a.C.), uno de los estados periféricos emergentes del
noroeste, se embarcó en un programa de reformas administrativas, económicas y
militares, siguiendo las doctrinas legalistas y una generación después, los Qin
habían sojuzgado a los demás estados. De esta dinastía deriva el nombre de
China, y con él nacerá un nuevo período, el de la China Imperial.
Pero
las crisis políticas sumadas a la problemática social y económica (esclavitud;
pobreza del campesinado; grandes terratenientes con ejércitos privados) llevó a
guerras internas por el poder y sustitución de unas dinastías por otras.
Paralelamente creció económicamente y comenzó a comerciar con Occidente.
El
siglo XIX estuvo caracterizado por un rápido deterioro del sistema imperial y
un crecimiento continuo de la presión extranjera desde Occidente y más tarde
desde Japón.
El
tema de las relaciones comerciales entre China y Gran Bretaña dio lugar al
primer conflicto serio. Los británicos estaban ansiosos por expandir sus
contactos comerciales más allá de los límites restrictivos impuestos en Cantón.
Para llevar a cabo esta expansión, intentaron establecer relaciones
diplomáticas con el Imperio chino de la misma forma que existían entre Estados
soberanos en Occidente. China, con su larga historia de autosuficiencia
económica, no estaba interesada en incrementar el comercio; además, desde el
punto de vista chino las relaciones internacionales, si tenían que existir de
alguna manera, debían ser según un sistema tributario en el que se reconociera
la hegemonía china. Por otra parte, los chinos estaban ansiosos por detener el
comercio del opio, que estaba socavando la base fiscal y moral del Imperio.
En 1839, oficiales chinos confiscaron y destrozaron grandes cantidades de opio
de barcos británicos en el puerto de Cantón y aplicaron fuertes presiones a la
comunidad británica de esa ciudad. Los británicos se negaron a restringir aún
más la importación de opio y las hostilidades surgieron a finales de 1839.
La
primera guerra del Opio terminó en 1842 con la firma del Tratado de Nanjing.
China había sido vencida y los términos del tratado garantizaban a Gran Bretaña
las prioridades comerciales que buscaba. Durante los dos años siguientes, tanto
Francia como Estados Unidos obtuvieron tratados similares. China vio estos
tratados como desagradables pues eran concesiones dictadas por bárbaros
ingobernables; sin embargo, su sumisión a las cláusulas comerciales respecto a
la expansión del comercio estaban muy por debajo de las expectativas de las
potencias occidentales. Tanto Gran Bretaña como
Francia encontraron pronto ocasión para renovar las hostilidades y durante la segunda guerra del Opio (1856-1860) aplicaron la presión militar a la capital de la región en el norte de China. Se firmaron nuevos tratados en Tianjin en 1858, que extendieron las ventajas occidentales. Cuando el gobierno de Pekín se negó a ratificarlos, se reabrieron las hostilidades. Una fuerza expedicionaria franco-británica penetró hasta Pekín. Después de que el palacio de Verano fuera incendiado como venganza por las atrocidades chinas infligidas a los prisioneros occidentales, se firmaron las Convenciones de Pekín, en las que se ratificaban los términos de los tratados anteriores.
Francia encontraron pronto ocasión para renovar las hostilidades y durante la segunda guerra del Opio (1856-1860) aplicaron la presión militar a la capital de la región en el norte de China. Se firmaron nuevos tratados en Tianjin en 1858, que extendieron las ventajas occidentales. Cuando el gobierno de Pekín se negó a ratificarlos, se reabrieron las hostilidades. Una fuerza expedicionaria franco-británica penetró hasta Pekín. Después de que el palacio de Verano fuera incendiado como venganza por las atrocidades chinas infligidas a los prisioneros occidentales, se firmaron las Convenciones de Pekín, en las que se ratificaban los términos de los tratados anteriores.
Estos
tratados, conocidos en su conjunto en China como los "tratados
desiguales", determinaron las relaciones chinas con Occidente hasta 1943,
cambiaron el curso del desarrollo social y económico chino y obstaculizaron de
manera permanente la política de la dinastía Manchú. De
acuerdo con sus disposiciones, los puertos chinos se volvieron a abrir al
comercio internacional, se permitió la instalación de colonias de residentes
extranjeros, y se cedieron de forma permanente a Gran Bretaña los territorios
de Hong Kong y Kowloon. Además se garantizó a los súbditos de los Estados
firmantes de los tratados la extraterritorialidad, de modo que casi todos los
extranjeros en China quedaban bajo la única jurisdicción de sus consulados y
sólo estaban sujetos a las leyes de sus países de origen. Todos los tratados
presentaban una cláusula de nación más favorecida, bajo la cual cualquier
privilegio que extendía China a una nación era automáticamente extendida a
todos los demás Estados signatarios de los tratados. Con el tiempo se fraguó el
control extranjero sobre toda la economía china. Los tratados marcaron los
aranceles sobre los bienes importados por China en un máximo de un 5% de su
valor. Esta disposición hizo que China fuera incapaz de recaudar suficientes
impuestos sobre las importaciones, lo que impidió proteger a las industrias
nacionales y promover la modernización económica.
Durante
la década de 1850 se agitaron los cimientos del imperio por la rebelión Taiping,
una revolución popular de origen religioso, social y económico.
La
dinastía manchú, enfrentada a la realidad de tener que mantener relaciones con
los más poderosos Estados occidentales y destrozada por una rebelión interna de
proporciones sin precedentes, pretendió reformar su política para garantizar la
supervivencia del imperio.
Durante
las décadas de 1860 y 1870, en gran medida a través de los esfuerzos de los
gobernadores Tseng Kuo-Fan y Li Hongzhang, se sofocó la rebelión Taiping,
se restauró la paz interna, se establecieron arsenales y astilleros, y se
abrieron varias minas. Sin embargo, los objetivos de mantener un gobierno
confuciano y desarrollar un poder militar moderno eran básicamente
incompatibles.
Una
serie de guerras, con Francia, Gran Bretaña, Rusia y Japón, provocó no sólo su
debilitamiento económico sino también territorial.
Hacia
1898 un grupo de reformadores ilustrados adquirieron gran influencia sobre el
joven y abierto emperador Guangxu. Incitados por la urgencia de la situación
creada por el aumento de las nuevas esferas de influencia extranjera, aplicaron
un profundo programa de reformas diseñado para convertir a China en una
monarquía constitucional y modernizar su economía y sistema educativo.
Este
programa enfrentó a la oposición de la camarilla de oficiales manchúes elegidos
por la emperatriz Cixi,
que se había retirado poco tiempo antes. Cixi y los oficiales manchúes
secuestraron al emperador y con la ayuda de jefes militares leales sofocaron el
movimiento reformista. Se extendió por todo el país una reacción violenta, que
alcanzó su punto álgido en 1900 con un levantamiento xenófobo de la sociedad
secreta de los Bóxer, un grupo que gozaba del apoyo de la emperatriz viuda y de
numerosos oficiales manchúes. Después de que una fuerza expedicionaria
occidental hubiera aplastado la rebelión Bóxer en Pekín, el gobierno manchú se
dio cuenta de la inutilidad de su política. En 1902 adoptó su propio programa
de reformas e hizo planes para establecer un gobierno constitucional limitado,
según el modelo japonés.
Poco
después de la
Guerra Chino-japonesa, Sun Yat-sen, formado según el modelo
occidental, había iniciado un movimiento revolucionario dedicado a establecer
un gobierno republicano.
Durante la primera década del siglo XX, los
revolucionarios atrajeron a estudiantes, comerciantes chinos con el extranjero
y grupos nacionales poco satisfechos con el gobierno manchú. A mediados de 1911
tuvieron lugar levantamientos y en octubre de ese año estalló la rebelión en
Hankou, en China central, extendiéndose la rebelión a otras provincias,
mientras Sun tomaba el control de la revuelta. Los ejércitos manchúes, reorganizados
por el general Yuan Shikai, eran claramente superiores a las fuerzas rebeldes,
pero Yuan sólo aplicó una presión militar limitada y negoció con los dirigentes
rebeldes ser designado presidente de un nuevo gobierno republicano. El 12 de
febrero de 1912 Sun Yat-sen cedió su puesto de presidente provisional en favor
de Yuan y sumisamente los manchúes se retiraron del poder. El 14 de febrero de
1912 una asamblea revolucionaria reunida en Nanjing eligió a Yuan primer
presidente de la República de China.
La
República de China mantuvo una frágil existencia desde 1912 hasta 1949. Aunque
se adoptó una Constitución y se estableció un Parlamento en 1912, Yuan Shikai
nunca permitió que estas instituciones limitaran su control personal del
gobierno. Cuando el recién fundado Partido Nacionalista, encabezado por Sun
Yat-sen, intentó reducir el poder de Yuan, primero mediante tácticas
parlamentarias y luego con la fracasada revolución de 1913, Yuan respondió con
la disolución del Parlamento, la ilegalidad del Partido Nacionalista y el
gobierno a través de sus conexiones personales con los dirigentes militares
provinciales. Sun Yat-sen se refugió en Japón. Yuan, sin embargo, se vio forzado
por la oposición popular a abandonar sus planes de restaurar el imperio y
convertirse en emperador. Murió en 1916, y el poder político fue ejercido por
los jefes militares provinciales. El gobierno central mantuvo hasta 1927 una
existencia precaria y casi ficticia.
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