El 20 de noviembre de
1975, fecha que curiosamente coincidió con el fusilamiento de José Antonio
Primo de Rivera, murió el General Francisco Franco.
Mientras miles de españoles
desfilaron ante su féretro, otros no ocultaron su alivio por el fin de la larga
dictadura de casi cuarenta años. Dos días después, Juan Carlos de Borbón juró
como rey, iniciando la larga transición hacia la democracia.
La confluencia en la
década de 1970 de factores negativos para el régimen de muy variopinta
procedencia (crisis energética, huelgas y oposición antifranquista, terrorismo,
problemas saharianos), acabó por descomponer un orden obsesionado con su
permanencia. La larga agonía del general Franco, simbolizó el agotamiento del
sistema, pese a que pocos podían prever que habría una transición hacia la
democracia.
La izquierda española
se encontraba dividida entre sectores radicales que utilizaban prácticas
terroristas (ETA), y sectores más moderados que intentaban una salida más
progresiva y amplia hacia la democracia. En la derecha, en tanto, el temor de
lo que ocurriría cuando Franco muriese afectó a los diferentes sectores de las
fuerzas del régimen de manera distinta. Los grupos falangistas -atrincherados
en la burocracia estatal y sindical, la Policía y la Guardia Civil-
beneficiados y enriquecidos con el régimen estaban dispuestos a defender hasta
las últimas consecuencias la dictadura, mientras un sector aperturista,
constataba que los notables cambios sociales y económicos de los diez años
anteriores habían convertido las estructuras políticas del franquismo en algo
totalmente anticuado, y querían liberalizar lo suficiente para permitir que el
régimen sobreviviera. Los aperturistas deseaban adaptar las formas políticas
del régimen a uno de los aspectos, al menos, de la cambiante realidad española,
es decir, el surgimiento de un capitalismo a gran escala, tanto nacional como
multinacional, fuerza económica dominante del momento.
El retorno de la
monarquía española -prometida por Franco- fue consecuencia de un proceso que se
inició el 12 de octubre de 1975, con los primeros rumores sobre la salud de
Franco. Las informaciones oficiales eran incompletas y tardías, pero de todas
formas permitieron saber que la gripe que padecía se había complicado con
alteraciones cardíacas. Esto no doblegó al dictador que, a pesar de su estado,
decidió continuar presidiendo el Consejo de Ministros, conectado a un monitor
que registraba su situación cardiovascular. Su estado se complicó con un edema
pulmonar y hemorragias digestivas que obligaron a practicarle una operación, de
vida o muerte. Ante la gravedad de la situación se pusieron en marcha los
mecanismos sucesorios, que debieron vencer la oposición de quienes se negaban a
que Franco, incluso moribundo, cediera sus poderes al príncipe de España.
Franco pasaría por dos operaciones más, además de un proceso de hipotermia para
alargarle artificialmente la vida. Finalmente, la muerte llegó el 20 de
noviembre, luego de cerca de 40 años de ostentar el más absoluto de los
poderes.
Muerto Franco y ante
la sorpresa internacional, España experimentó el tránsito, atípico en la forma
y en el fondo, de un régimen autoritario a una monarquía democrática desde la
legalidad corporativa franquista. Autodisueltas las viejas Cortes y encauzada
por el monarca la nueva situación, comenzó un largo y complejo periodo de
transición política, donde se conjugaron circunstancias favorables ni siquiera
barajadas por sus protagonistas. Esta combinación de preparación y suerte,
maquinación y casualidad permitió, precisamente desde el respeto a la
legalidad, romper la legitimidad anterior y sacar adelante el complicado
reajuste político.
El nombramiento del
príncipe Juan Carlos como rey, fue recibido con satisfacción en los círculos
franquistas, que veían que de este modo se habían tomado finalmente las medidas
definitivas para garantizar la continuidad del régimen. Los monárquicos
liberales que apoyaban a don Juan y propugnaban una política de evolución desde
dentro, se sintieron decepcionados al ver desvanecerse sus esperanzas y algunos
de ellos comenzaron a aproximarse a la oposición democrática. También los
falangistas se sintieron decepcionados, aunque se consolaron pensando que la
supervivencia del franquismo sin Franco facilitaría su propia supervivencia. Ni
ellos ni los enemigos del régimen podían prever el papel que jugaría Juan
Carlos en la transición a la democracia en 1976 y 1977.
La vía elegida para
tal fin fue la reforma, en lugar de otras más radicales, máxime al constatar la
tupida red de intereses ligados al pasado régimen y los esfuerzos necesarios
para materializar sin violencias la alentadora promesa de Juan Carlos I de
ser "rey de todos los españoles". En el verano de 1976, la
designación de Adolfo Suárez como presidente del gobierno en sustitución de
Carlos Arias Navarro, facilitó la puesta en marcha de un proyecto pactado de
reforma política que, en un año y con la estimable ayuda de Torcuato
Fernández-Miranda (político y jurista que participó en el gobierno de Franco), desembocará
en elecciones generales, una práctica olvidada en este país desde la etapa
republicana.
El texto
constitucional promulgado en diciembre de 1978, fruto del consenso de la
pluralidad de fuerzas políticas, define a España como un Estado de derecho,
democrático y social. A este tercer intento democratizador contemporáneo no le
faltaron problemas: los sectores reacios al cambio se escandalizaron con
"provocaciones" como la legalización del Partido Comunista, la
reforma autonómica, la conflictividad social, la laicización y la crisis
económica. El intento golpista del 23 de febrero de 1981 así lo demuestra, al
igual que la inutilidad jurídica de pretender justificar actos como éste
apelando al "estado de necesidad".